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El "parlamentarismo revolucionario" leninista
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Cuando se habla a todas horas de reactivar la “memoria histórica”, parece oportuno sacar punta a la trayectoria de diversos intentos que, en su día, se proclamaron adversarios del sistema. El presente texto iniciará esta tarea centrando su atención sobre el problema de la “estrategia de conquista del poder”. Y puesto que los nacional-republicanos nos inclinamos a favor de una ordenación socialista (1), resulta lógico que ante todo prestemos atención a la experiencia de aquellas fuerzas que se propusieron inicialmente una alteración radical de la estructura social existente: los partidos comunistas.

 

Los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista

La primera gran crisis del capitalismo a escala internacional se produjo a comienzos del pasado siglo. Si esta crisis pudo ser superada en Europa occidental fue en gran medida gracias a la orientación marxista adoptada por los principales movimientos que aspiraban al socialismo en los países más desarrollados. La II Internacional configuró desde sus inicios un movimiento capitalista de trabajadores enfrascados en el crecimiento de los sindicatos y en las vías parlamentarias de acceso al poder en el marco del Estado liberal. Desde esa indolora conquista del poder se proyectaba una construcción del socialismo identificada con un programa máximo de nacionalizaciones.

Aquí tan solo cabe apuntar que la propiedad pública de los grandes medios de producción es condición necesaria de una real socialización. Pero no es condición suficiente. Por sí sola queda reducida a una estatización del capital en tanto que capital, que deja inalterada la condición de los asalariados.

La III Internacional, fundada en marzo de 1919, heredó de la socialdemocracia clásica la confusión entre socialización y capitalismo de Estado. Pero este último implicaba, de todos modos, la expropiación de los capitalistas en su variante clásica. Para su consecuente instauración, la Internacional Comunista procedió a una doble ruptura con la socialdemocracia. Por un lado, estableció que la toma del poder debía significar la destrucción del aparato de Estado existente y la organización de un “aparato estatal proletario”, de “un poder de sóviets o consejos obreros”. Por otro lado, proclamó que «el método fundamental de la lucha es la acción de masas del proletariado, incluida la lucha abierta a mano armada, contra el poder del Estado del capital». (2)

Los años 1918-1919 fueron testigos de radicales levantamientos de trabajadores en diversos puntos de Francia, Gran Bretaña, Italia, Alemania y Hungría. En algunos de ellos, pequeñas organizaciones enardecidas por el triunfo bolchevique en Rusia lanzaron llamamientos insurreccionales. Pero las grandes masas laboriosas no les siguieron; permanecieron dentro de los cauces parlamentarios y obedecieron en general las consignas de los sindicatos, incluso en las zonas donde afloró la experiencia de formación de consejos de fábrica.

Quienes se habían erigido en exponentes del “proletariado revolucionario” debieron reconocer que habían sido vencidos con el concurso activo o ante la indiferencia de un mayoritario “proletariado contrarrevolucionario”, educado durante décadas en  la idolatría del Estado liberal. Debieron concluir que tenían ante sí un prolongado combate para quebrar esa idolatría y promover una transformación de la conciencia de un sector amplio de trabajadores combativos, y todo ello desde posiciones minoritarias y a contracorriente de la mentalidad general.

No fue esto lo que se concluyó ya que hubiese puesto en tela de juicio la creencia mesiánica en la existencia de una clase social revolucionaria –por su mera posición subalterna en la estructura económica– abocada de modo ineluctable, bajo los golpes de las crisis capitalistas, a convertirse en redentora de la humanidad mediante la revolución social. Habría llevado a la quiebra la concepción de que para propiciar esa revolución había que “estar siempre con las masas”, en el sentido de compartir todas sus inclinaciones, incluso las más nocivas, dando por descontado su pronto desengaño.

Por el contrario, lo que se concluyó es que si en 1918-1919 las alternativas radicales a la socialdemocracia no habían sido seguidas por las grandes masas, ello no se debía a la práctica contrarrevolucionaria de las mismas dentro de las instituciones políticas oficiales y en los sindicatos, sino a que los comunistas se habían negado a compartir esa práctica bajo los efectos de un “izquierdismo” infantil.

Dos factores aceleraron esa dinámica. Por un lado, algunos de los principales partidos comunistas, creados por el trasvase de significativos sectores antes encuadrados en la socialdemocracia, dieron prontas muestras de que no estaban dispuestos a seguir sufriendo el síndrome de abstinencia electoral. Por otro lado, fue cada vez más evidente la contradicción existente entre la urgente necesidad en que se hallaba el poder bolchevique de entablar relaciones comerciales con las potencias occidentales, ante todo con Alemania, y los llamamientos de la Internacional dirigida por Moscú a la “lucha abierta a mano armada” contra los Estados de esas potencias.

Las consecuencias no se hicieron esperar. Ya en julio de 1920, el II Congreso de la Internacional Comunista aprobaba una línea de “parlamentarismo revolucionario”. El III Congreso, en junio de 1921, supuso un paso aún más decisivo: la aprobación de una línea de “frente único proletario” con quienes dos años antes habían caracterizado como social-imperialistas y lugartenientes de la burguesía en el seno de la clase obrera. El IV Congreso, en 1923, profundizaba en esa línea, y en su lógica culminación en el plano político global mediante la consigna de apoyo a los “gobiernos obreros” que pudiesen constituir los socialdemócratas y otros antiguos “enemigos de clase”.

Tras la muerte de Lenin en 1924, la orientación delicuescente de la Internacional Comunista sólo se vio interrumpida por un viraje “izquierdista”: la línea estalinista denominada del “tercer periodo”, que condujo a un choque frontal con la socialdemocracia, caracterizada ahora como “social-fascismo”. Pero esta línea fue una breve antesala del curso hacia los Frentes Populares, abiertos no sólo a los “partidos obreros”, sino a toda suerte de “demócratas” y “progresistas”, con el consiguiente abandono del maximalismo estatizante de la economía y de las iniciales formulaciones soviéticas en cuanto al Estado. Puede afirmarse que ya en los años 30 la Internacional Comunista había vuelto a la senda de la socialdemocracia, mientras ésta se convertía, con excepciones como la de España, en una corriente socio-liberal en la línea anticipada por Eduard Bernstein.

 

Una enfermedad senil de la socialdemocracia

La única voz que se alzó con una mínima consistencia contra el “parlamentarismo revolucionario”, ya en el II Congreso de la Internacional Comunista, fue la de Amadeo Bordiga. Este dirigente del comunismo italiano, si bien planteó sus discrepancias con un alcance meramente táctico, dejó patente la clara contradicción existente entre el “parlamentarismo revolucionario” y la estrategia general de lucha aprobada en el I Congreso, así como diversos aspectos irrisorios de la nueva línea:

«La gran importancia que se otorga en la práctica a la actividad electoral comporta un doble peligro: por un lado, produce la impresión de que ésta es la acción esencial; por otro, absorbe todas las energías y recursos del partido, conduciendo al abandono casi completo del trabajo en los restantes sectores del movimiento. (…)
La organización del partido que desarrolla la actividad electoral reviste un carácter enteramente especial, que contrasta netamente con el carácter de la organización que conduce la lucha revolucionaria legal e ilegal. El partido deviene un engranaje de comités electorales que se ocupan exclusivamente de la preparación y movilización de los electores”. (…)
Se afirma que también desde la tribuna parlamentaria se puede hacer propaganda. Respondo a esto con un argumento un poco… infantil. Lo que se dice en la tribuna parlamentaria se repite en la prensa; si se trata de la prensa burguesa, todo se presenta de modo deformado; si se trata de la nuestra, entonces es inútil pasar por la tribuna parlamentaria para luego imprimir lo que allí se ha dicho». (3)

Sin embargo, el libro de Lenin «El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo», distribuido en las vísperas del II Congreso de la Internacional Comunista, pone de manifiesto que los problemas eran mucho más profundos que los diagnosticados por Bordiga, quien nunca dejó de profesar un leninismo a ultranza. Como afirma E. H. Carr en «La revolución bolchevique», en realidad «Lenin jamás comprendió por qué el “reformismo”, que no significaba nada en Rusia, era un persistente y victorioso rival de la doctrina de la revolución en Europa occidental; por qué la acción ilegal, que era aceptada como algo evidente por los trabajadores rusos, suscitaba tan fuertes prejuicios en Occidente».

De hecho, Lenin en «El izquierdismo…» utilizó los mismos criterios subjetivistas que ya emplearon Marx y Engels en sus últimos años para combatir al naciente “reformismo”, atribuyéndolo a la mala conciencia o a la incompetencia de algunos dirigentes y no a las condiciones generales de existencia política (que ellos mismos contribuyeron a reforzar con su fetichismo de los parlamentos y los sindicatos): «La crítica –la más violenta, implacable e intransigente– no debe dirigirse contra el parlamentarismo o la acción parlamentaria, sino contra los jefes que no saben (y tanto más contra los que no quieren) utilizar las elecciones parlamentarias y la tribuna del Parlamento a la manera revolucionaria, a la manera comunista». Esta personalización de las causas de los fenómenos sociales es la misma que la “opinión pública” utiliza en la actualidad para explicar la corrupción generalizada en el régimen de la partitocracia.

Lenin consideraba que el parlamentarismo estaba superado “históricamente”, tras el advenimiento del poder de los sóviets en Rusia, pero no “políticamente” en el resto de países.

Dejemos aquí de lado que los sóviets se redujeron a parlamentos de diputados obreros, campesinos y soldados afectos a un partido único que no sólo se erigió en institución principal del Estado, sino además en propietario de hecho de los principales resortes de la economía. Mera decoración de “democracia obrera” de cartón piedra adosada al capitalismo de Estado.

Lo que ahora importa es resaltar que, según Lenin, los parlamentos de los Estados liberales no sólo tenían utilidad política para los sectores sociales dominantes, sino también para los comunistas. Pero no para instalarse cómodamente en los mismos, sino para destruirlos. Para Lenin esto era posible y así lo expresó claramente en «El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo», polemizando con un “comunista de izquierda” escocés:

«El autor ha comprendido de manera admirable que el instrumento que necesita el proletariado para alcanzar sus objetivos (el socialismo) no es el parlamento, sino sólo los sóviets obreros. Y como es natural, quienes no hayan comprendido esto todavía son los peores reaccionarios. (...) Pero hay una cuestión que el autor no plantea ni piensa siquiera que sea necesario plantear: la de si se puede llevar a los sóviets a la victoria sobre el parlamento sin hacer que los políticos “soviéticos” entren en este último, sin descomponer el parlamentarismo desde dentro, sin preparar desde el parlamento mismo el éxito de los sóviets en el cumplimiento de su tarea de acabar con el parlamento.»

Pero para Bordiga, suponía un completo despropósito: «no comprendo en qué puede consistir el trabajo de destrucción que los comunistas estaríamos en condiciones de desarrollar en el parlamento burgués. El ponente ha presentado al respecto el esquema de un reglamento sobre la acción de los comunistas en los parlamentos. Esto, si se me permite decirlo, es pura utopía. No se conseguirá jamás organizar una actividad parlamentaria que contradiga los principios del parlamentarismo y desborde los límites de sus reglamentos».

 

La historia ha dictado su veredicto

La persistente labor de los comunistas en los parlamentos no ha servido en ningún caso para “destruirlos desde dentro”. Ha servido para acelerar la integral descomposición ideológica y política de todas las formaciones que nacieron al amparo de la III Internacional, convirtiéndolas rápidamente en piezas políticas del sistema capitalista, tal como desde los tiempos de Marx y Engels hasta 1914 ocurriera con la socialdemocracia clásica.

 

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Notas

(1) Se afirma en el Manifiesto-Programa del Partido Nacional Republicano, aprobado en su VI Conferencia del 9 de mayo de 2009:

Punto 11. El Partido Nacional Republicano aboga por un socialismo maduro, asentado en cuatro grandes pilares: la propiedad pública de los grandes instrumentos de producción y cambio; una planificación que permita dirigir la economía, no sufrirla; la tendencia a configurar el excedente creado por el trabajo nacional como fondo comunitario, destinado según convenga a los intereses generales; y la democracia aplicada a todos los niveles de gestión del sector socializado y de la planificación. Todo ello en aras de nuestra soberanía e independencia nacional, para liberar a nuestra Patria del yugo del gran capital y dotar de sustancia efectiva a la igualdad de oportunidades de los ciudadanos, para cerrar el camino al eterno retorno de crisis como la que ahora padecemos y para elevar el Trabajo al predominio que le corresponde.

Rechazo del capitalismo, sistema asentado en la propiedad privada de los grandes medios de producción y cambio, que da lugar a una producción de mercancías mediante mercancías –ante todo el trabajo, la técnica y el dinero–. Su único objeto es maximizar un excedente que adopta la forma específica de beneficio privado. Además, este sistema ha mantenido formas de renta procedentes de sociedades anteriores, como son la renta de la tierra y el interés financiero, derivado de las prácticas de la usura.

Punto 12. El socialismo implica el paso a propiedad estatal, sin compensación, de los grandes medios de producción y de los sectores estratégicos.

Dentro de este sector público se impone de inmediato la socialización del sistema financiero; sector de la energía; industrias electrónica y química; producción de bienes de equipo; siderurgia; automóvil; industria farmacéutica; industrias aeroespacial, naval y de armamento; grandes medios de transporte; telecomunicaciones; grandes concentraciones agrarias y otros sectores decisivos hoy en manos de los oligopolios. Los servicios esenciales, como la seguridad social, sanidad y la enseñanza, permanecerán íntegramente en esta esfera de la titularidad pública. Algunos enclaves fundamentales de la misma –como el sistema financiero– recurrirán a formas de gestión directa indiferenciada. Pero, de modo general, se primará las formas de descentralización funcional mediante entes institucionales que integren como un conjunto cada sector de actividad, escalonadamente, mediante la participación de niveles provinciales y locales. En sus consejos de dirección se integrarán representantes de la Administración , de los trabajadores y, en su caso, de los usuarios. La orientación de esta división socialista del sector público se dirigirá hacia la generación del fondo comunitario, al margen de cualquier criterio de mercado.

Para el resto de sectores y actividades, la ordenación económica incluirá un espacio de mercado poblado por medianas, pequeñas y muy pequeñas empresas, además de trabajadores autónomos, que será objeto de regulación en tantos aspectos como requieran los intereses nacionales. Este espacio privado gozará de amplias ventajas crediticias, fiscales, administrativas y de las medidas de protección que se estimen oportunas, dentro del marco de observancia de la legislación laboral y tributaria.

Asimismo, se habilitará a la Administración general y local para el ejercicio de la iniciativa pública concurrente en el mercado. Esta división del sector público adoptará para su gestión la forma de Sociedad Mercantil. El beneficio obtenido de su actividad se destinará al erario público. Rechazamos las “nacionalizaciones” bajo el vigente Estado, así como el recurso a la “autogestión” y demás fórmulas demagógicas de capitalismo sindical.

(2) «Carta de invitación al Partido Comunista Alemán (Liga Espartaquista) al I Congreso de la Internacional Comunista». LOS CUATRO PRIMEROS CONGRESOS MUNDIALES DE LA INTERNACIONAL COMUNISTA. François Maspero, 1969.

(3) «Al II Congresso dell’Internazionale Comunista». Amadeo Bordiga, Rassegna Comunista, 8 (1921).