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En el bicentenario… ¿viva la Pepa?
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La efeméride de la primera constitución promulgada en España ha dado lugar a la publicación de multitud de trabajos y artículos en prensa, así como a la celebración de actos oficiales. Han primado los elogios en clave liberal a los derechos y libertades recogidos en aquella carta. No ha faltado quienes han querido ver en los constituyentes de Cádiz a los precursores del “patriotismo constitucional” habermasiano. Y como el patriotismo suele ser el último refugio de los canallas, el rey ha apelado al espíritu de aquellas cortes para afrontar la crisis a la que nos ha precipitado sus bancos y cajas de ahorro, gobiernos, partitocracia y sus autonomías. El presidente del gobierno, Mariano Rajoy, no ha desaprovechado la ocasión para evocar el reformismo gaditano para justificar el suyo. Léase recortes impuestos por Eurolandia.

El Partido Nacional Republicano destaca de aquel momento la introducción revolucionaria de la Nación como sujeto político. La Nación es la forma moderna de la Patria, legitimada por el principio de soberanía popular y asentada en la figura política del ciudadano. Concepto inaugurado con la Revolución francesa de 1789, es el producto de uno de los giros históricos más decisivos. Con él, tuvo lugar la victoria de un modo global de vida, la Nación como comunidad de ciudadanos fundada en la igualdad política, sobre la forma anterior, los últimos vestigios del reino, basados en el poder inspirado por la “gracia de Dios”, prerrogativas estamentales y privilegios territoriales.

En vanguardia

España siempre participó de las construcciones políticas alumbradas en la vanguardia de la Historia. Primeramente, como provincia romana consumó el tránsito de la tribu a una forma de organización superior, el Imperio. El legado romano perduró en el colectivo a través del tiempo, a pesar de diversas invasiones y vicisitudes, cristalizado en la idea de Patria común.

Nuevamente, en primera fila, la unión dinástica de las coronas de Aragón y Castilla conformó una de las primeras monarquías unificadas de Europa. El Estado Moderno impuso un incipiente poder centralizador frente a la ex centralización y fragmentación característica del paisaje feudal. Bajo la Monarquía Hispánica, las “Españas” proyectaron su poderío a nivel mundial. Hegemonía que se prolongó con los Austrias en la forma imperial.

Ya en declive, en medio del vacío borbónico y el cerco de las tropas napoleónicas, España volvió a dar un paso adelante en Cádiz con la promulgación de su primera constitución que, de manera novedosa, proclamó la Nación española: «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios», «libre e independiente» y «soberana». Al grito de «Españoles, ya tenéis patria», se rescató la noción greco-latina clásica y renacentista de pueblo entendido como cuerpo político.

La visión del Partido Nacional Republicano del significado de la constitución de 1812 quedó bien plasmada en nuestro trabajo Los troquelados de lo español publicado en su día en este mismo medio.

Primer nacionalismo español

En 1812 tiene lugar el comienzo formal de la Nación española. Para que ese inicio constitucional diese paso a una construcción nacional efectiva eran necesarias importantes transmutaciones: paso de la monarquía por derecho divino a la soberanía nacional y popular como fuente legítima de todo poder, y del súbdito al ciudadano; separación de la Iglesia y el Estado; decadencia de los privilegios señoriales en el seno de una comunidad de ciudadanos iguales; disolución de todo el entramado de fueros, particularismos aldeanos y privilegios territoriales. Ataque a fondo a la gran propiedad latifundista.

Pero lo propio de los países atrasados es la ausencia de un jacobinismo violento y arrollador que despeje los caminos de una joven burguesía capaz de edificar un poderoso paisaje industrial. Contrariamente a lo pronosticado por Marx, los países atrasados no siguen mecánicamente los pasos de los más adelantados. Durante toda una etapa, los viejos poderes se sostienen incorporando algunos de los últimos rasgos del despliegue capitalista en los países más avanzados, que combinan con la preservación de las estructuras más vetustas. Así, en nuestro caso, hará pronto acto de presencia un capital financiero rapaz que no culmina un ascenso industrial, sino que se amasa con depósitos de la gran propiedad territorial, de las órdenes religiosas y de los indianos. Este marco posibilita tan sólo una industria y comercio raquíticos, en medio de la pobreza de la mayor parte de la población, sumida en una agricultura arcaica, todo ello bajo total dependencia extranjera.

El primer nacionalismo español es un timorato nacionalismo liberal que preservará la monarquía, erigirá todas las constituciones del siglo XIX –a excepción de la de la Primera República– bajo el signo de la confesionalidad católica del Estado y mantendrá a la Iglesia y a los grandes terratenientes con todos sus privilegios medievales. Y jamás se le ocurrirá discurrir sobre la necesidad de una moral nacional propiamente política. Lo español se continuará identificando con lo católico. Y consecuentemente, los españoles, durante mucho tiempo, seguirán siendo católicos como lo habían sido durante siglos, a través del Estado.

No negaremos a ese nacionalismo algunos aspectos positivos: idea, aunque fragmentaria, de la Nación política y sentido de su unidad, loa a los grandes momentos del pasado (Reyes Católicos), organización en provincias, etc. y algunos tímidos intentos de modernización en el plano hacendístico. Éstos fueron suficientes para encabritar a la reacción tradicionalista carlista, radicalmente hostil a la idea de Nación y a la modernidad, con su ideario de «Dios, Patria, Rey», fueros, idolatría del localismo, etc.

Una empresa inacabada

El vigente régimen combina de manera grotesca la pervivencia de residuos del reino medieval, empezando por la institución monárquica, los regímenes forales y conciertos, con la presencia con carta de naturaleza de un nacionalismo etnicista antiespañol, «nacionalidades» según la constitución del 78, en Cataluña, Vascongadas y Galicia, todo ello al servicio de las oligarquías financieras y los oligopolios. No puede existir nación que sobreviva a un régimen antinacional, antidemocrático y antisocial.

El PNR traza una línea directa desde la constitución de Cádiz a la actualidad, como culminación de un fracaso. En la parte manifiesto de nuestro Programa afirmamos que «Con la monarquía de Juan Carlos I, España ha sido malograda: queda frustrado el intento, que arranca de 1812, de constituirnos en Nación moderna. El vigente régimen monárquico, con sus partidos corruptos y antinacionales y sus diecisiete autonomías centrífugas, ha precipitado a nuestra Patria en la desarticulación. A la vez, de la mano del gran capital, nos ha hundido en una catástrofe económica gigantesca que ataca, divide, somete al trabajador español y nos convierte en colonia de Eurolandia. Pero existen, sin duda, españoles dispuestos a combatir. Les llamamos a una lucha sin desmayo por la construcción nacional de España. ¡Ahora ya no hay más España que la que nosotros, los españoles, queramos erigir!».

Nos queda pues a los españoles una titánica tarea por reconstruir nuestra Nación, pero no sin antes habernos desembarazado de la lacra juancarlista. Para ello se hace precisa la forja de una potente organización, un Partido de nuevo cuño que aglutine a nuestros compatriotas más decididos, sede de elaboración de una alternativa global para España, republicana y socialista, consciente de su misión histórica de acabamiento nacional y crisol de las experiencias de lucha.

En este avance hacia la Tercera República, España volverá a convertirse en una escuela planetaria, ejemplo para los países europeos que sufren el martirio de Eurolandia y foco de irradiación de un nuevo sentido del socialismo y la técnica.