You are missing some Flash content that should appear here! Perhaps your browser cannot display it, or maybe it did not initialize correctly.

Nueva república
Versión para impresoraEnviar a un amigoVersión en PDF

Sin Nación no hay Democracia

España, nuestra Patria, es una realidad histórica milenaria. Arranca de la conformación de Hispania, en el seno de la civilización de Roma. Tras el fin de la ocupación musulmana, la monarquía hispánica de los Reyes Católicos y el imperio erigido por los Austrias elevaron a nuestro pueblo a cotas de grandeza hasta entonces no alcanzadas por ningún otro. En una época en la que sólo había reyes, tuvimos los mejores. Los recordamos con orgullo.

La Nación es la forma moderna de la Patria, legitimada por la soberanía popular y asentada en la figura política del ciudadano. Es el producto de uno de los giros históricos más decisivos en los conceptos del Estado, registrado en Europa entre los siglos XVIII y XX. Este giro ha consagrado el triunfo del principio de legitimidad democrático sobre el dinástico y de la investidura popular del poder, sobre la justificación de su ejercicio por delegación divina. Con ello, tenía lugar la victoria de un modo global de vida, la Nación, como comunidad de ciudadanos fundada en la igualdad política, sobre la forma anterior, los últimos vestigios del Reino, basados en prerrogativas estamentales y privilegios territoriales.

No puede hoy hablarse de patriotismo sin democracia. Pero, a la vez, esta última sólo halla sustento en la coherencia nacional que ha racionalizado el patriotismo. La igualdad democrática, si no quiere reducirse a mera retórica, debe sustentarse en factores de homogeneidad que permitan a personas entre las cuales pueden existir diferencias religiosas, culturales, raciales, etc., reconocerse como iguales en el plano de lo público. Todos los postulados del sistema democrático, empezando por la concordancia entre voluntad popular y ley, y la máxima identificación e interacción entre gobernantes y gobernados, se vienen abajo en ausencia de la igualdad basada en la homogeneidad nacional. El sufragio universal e igual es tan solo una consecuencia de la homogeneidad sustancial (o, al menos, planteada como proyecto), dentro de un círculo de iguales, los compatriotas, y no puede ir más allá de esa igualdad. En la democracia sólo existe la igualdad de los iguales y la voluntad de los que forman parte de ese círculo igualitario. Pertenece a la naturaleza más profunda de dicho sistema el hecho de que cualquier decisión que se adopte, únicamente puede afectar a los que deciden.

Acertaba el ex presidente de la Junta de Extremadura, Rodríguez Ibarra, cuando afirmó en el Senado que «sin idea de España no puede existir convivencia democrática en su seno». Sin embargo, a continuación, proclamó la legitimidad del nacionalismo del PNV y de CiU. Ahora bien, ¿qué democracia puede existir entre personas que quieren que España perviva, y personas que desean que se rompa en pedazos, que han definido al castellano como «la lengua de Franco» (Arzallus dixit), y tratan a los españoles como apestados?

Los rituales discursos de la Corona y de los partidos mayoritarios ante el terrorismo etarra han conducido al extremo la confusión. En aras del compadreo con los nacionalismos fraccionarios, han erigido como divisoria fundamental la que separa a los “demócratas” y los “violentos”. Para esta visión liberal, la democracia, reducida a la ausencia de comportamientos violentos, se independiza completamente de la adscripción nacional.

 

Liberalismo y Democracia

Liberalismo y Democracia se atribuyeron por igual el mérito de la victoria sobre el absolutismo. Frente al mismo, ambos parecían coincidir en la afirmación del origen popular del poder. Sin embargo, este aparente acuerdo no consumó un “final de la Historia” en cuanto a la evolución de los principios políticos. Por el contrario, proporcionó un nuevo impulso a disparidades que llegan hasta nuestros días. Unas disparidades que, paradójicamente, comienzan versando sobre lo que debe entenderse por ese “pueblo” al que, desde todos los ángulos, se considera fuente del poder.

El liberalismo se adhiere, como la camisa al cuerpo, a la presente forma de vida mercantil. Características del liberalismo, en todas sus variantes, son el economicismo y el apoliticismo.

Para el liberalismo originario, el pueblo es una adición de individuos cuya existencia precede a la del Estado. Frente a ese Estado, los individuos hacen valer unos “derechos naturales”, que el Estado debe simplemente reconocer. La reformulación etnicista del liberalismo consideró pueblo a entidades de tipo racial, lingüístico o cultural, igualmente pre-políticas y “naturales”. Pero también el marxismo abrevó en las aguas economicistas del liberalismo, cuando identificó al pueblo con abstractas entidades sociales como el proletariado mundial.

En cambio, para la Democracia, pueblo es una categoría de Derecho público. Sólo existe a partir de la vinculación a un proyecto político preciso y a la organización estatal del mismo. El pueblo se configura, precisamente, a partir de dicha adscripción, dando lugar a la noción crucial de ciudadanía, una condición política determinante de cualquier posible derecho o deber.

El liberalismo proporciona forma a la conciencia del Burgués. La Democracia, a la elaboración y plasmación de la voluntad de la Nación política, mayoritariamente integrada por las fuerzas del Trabajo.

En la visión liberal, los individuos son mónadas que se perciben al margen del Estado, al que eventualmente socorren mediante prestaciones (impuestos, votos, etc.) concebidas como aportaciones al “bien común”. Por su origen, el liberalismo procede de la radicalización individualista destacada por la reforma protestante. En cambio, la Democracia, si bien es reactivada por sectores de la Revolución francesa, hunde sus raíces en la tradición comunitaria grecolatina. Según esa tradición, el ciudadano se integra en la comunidad política como parte de un todo y únicamente puede construir su identidad personal en el horizonte de los fines comunes, de las actividades e instituciones que los plasman. La ciudadanía define una perspectiva del “nosotros”, y no la de unos espectadores o actores que corren en pos del éxito individual.

Y, en fin, el liberalismo es la ideología orgánica del sistema de libre empresa y libre mercado, en tanto que la Democracia, llevada a su coherencia última, es incompatible con ese sistema, que convierte en un sarcasmo la noción de igualdad dentro de la Nación.

Hoy, en el plano internacional, el liberalismo es la doctrina con la que el nuevo orden mundial –con EE.UU a la cabeza– y sus vicarios/competidores en Europa –con Alemania a la cabeza– tratan de asegurar su hegemonía. Es la doctrina que predica la defensa de los derechos del hombre como coartada para bombardear a los pueblos díscolos y la superación de las naciones por la “aldea global”, esto es, por la dominación de las grandes potencias imperialistas. Es el mensaje que enfrenta la libertad individual ilimitada a todo vínculo comunitario. Y, sobre todo, es el discurso de la libre circulación de mercancías, capitales y personas contra toda economía nacional basada en una planificación al servicio del Trabajo. Y en Europa, la primacía germana arropa la versión etnicista de ese liberalismo, presta a estimular y reconocer todo tipo de autodeterminaciones nacionales de tres al cuarto.

Al liberalismo doctrinario le importa poco la cohesión nacional. Lo que principalmente le preocupa es la salvaguarda de los derechos del individuo, de las minorías y del reconocimiento de los “hechos diferenciales”. La explicación es muy simple. El liberalismo traduce la posición minoritaria que ocupan en la sociedad las fuerzas sociales privilegiadas a las que pretende expresar, y su diferenciación respecto de los demás sectores sociales, sustentada en la extorsión de la riqueza nacional.

En una democracia auténtica prima el interés general. En ella, la potenciación de los factores de homogeneidad política que fundan la Nación y la igualdad entre los nacionales, representan el esfuerzo prioritario, por encima de cualquier particularismo. Esos factores habrán de delimitar el espacio de lo público, la República, el cuerpo de tareas y postulados colectivos que vertebrarán a la comunidad como tal.

 

Dinámica de la desintegración

Aunque, como hemos visto, el problema del nacionalismo anti-español tiene una larga incubación desde el siglo XIX, podemos acotar su origen inmediato en el marco institucional edificado por la constitución de 1978.

Aparentemente, esta constitución se ha limitado a la restauración del proyecto anunciado desde 1812: la monarquía parlamentaria, con su sempiterna adherencia de privilegios eclesiales y reliquias forales. Sin embargo, su significado es bastante más complejo. Para asegurar la pervivencia de un monarca nombrado por Franco –y tras el fracaso del nacional-catolicismo franquista–, el nuevo régimen ha debido acordar novedosas concesiones. Más que la incorporación de los aparatos social-comunistas al juego político, lo que le singulariza ha sido el intento de integrar en ese juego a los grupos nacionalistas fraccionarios. Para ello se ha configurado como “Estado de las autonomías”, en cuyo seno las formaciones separatistas han actuado en todo momento como oposición desleal. Jamás han renunciado a su postulado etnicista de base: que a toda especificidad lingüística le corresponde el derecho a un marco institucional y territorial propio. Un postulado al que la propia constitución otorgaba una legitimidad limitada.

No deja de tener razón Rodríguez Zapatero cuando califica al actual jefe de Estado de “rey republicano”. La fuente de inspiración del “Estado de las Autonomías” no ha sido otra que la constitución republicana de 1931. Y no se ha tratado de una simple copia, sino de una decisiva radicalización. La constitución de 1978 añadirá a las regiones de que hablaba la II República la figura de las “nacionalidades”, les atribuirá contenidos competenciales que desbordaban con mucho los permitidos a los estatutos regionales republicanos, a lo que se sumará la posibilidad de transferencia masiva de competencias de titularidad estatal.

Similar radicalización se observa en lo tocante a la ordenación idiomática, mediante la institución de la cooficialidad. Es ésta un constructo jurídico formal, irrealizable en la práctica. Su función ha sido la de embeleco armonista destinado a untar con vaselina la erradicación de la lengua española en las zonas dominadas por el nacionalismo fraccionario. Pero, para ser operativo, ese constructo ha debido combinarse con el postulado de la “lengua propia” –de la “nacionalidad” entendida como territorio– introducido por el estatuto de Cataluña de 1979. Con este arsenal, se ha provocado una inversión en dos tiempos de la situación opresiva creada por el franquismo. En un primer tiempo, la “lengua propia” sirvió como pedestal para propiciar una dinámica de distanciamiento del resto de España, e incluso para enunciar una superioridad sobre las zonas que no tenían “lengua propia”. En un segundo tiempo, a través de los programas de inmersión, se fue transformando la “lengua propia” en única lengua oficial. Todo ello con el beneplácito de la Zarzuela, del PSOE y del PP. El reciente estatuto catalán se ha limitado a formalizar ese proceso y a propiciarlo como modelo de otras regiones de España.

Como consecuencia, está teniendo lugar el monopolio de los empleos públicos y de crecientes sectores de los privados en manos del nacionalismo lingüista, la exclusión y marginación de los castellano-parlantes en todos esos campos, el entorpecimiento de la movilidad entre las diversas zonas de nuestra patria y la fractura de la igualdad de los españoles en general.

La monarquía, instigadora entre bambalinas del 23-F –que se le fue de las manos– se ha vinculado desde entonces a la ejecutoria del PSOE. Y el corrupto enriquecimiento de la Zarzuela la ha convertido en rehén de Polanco. Éste pudo afirmar, con razón, que «la monarquía le dura a El País tres editoriales». De modo que la monarquía espera hoy sobrevivir de la mano del PRISOE sobrevolando la voladura de España auspiciada desde hace años por Juan Luis Cebrián.

En efecto, a partir del 2001, y de acuerdo con las consignas impartidas por el grupo PRISA, el proceso de desmembración experimenta un salto cualitativo. El PSOE y los nacionalistas anti-españoles van forjando un pacto cuya plasmación tiene pista libre tras las elecciones del 14 de marzo de 2004. Se trata de la “deconstrucción” confederal de España en diversas unidades para-estatales lingüísticas, entendidas como sujetos de soberanía. La Zarzuela mira para otro lado, mientras busca el acomodo de sus negocios multimillonarios en la “monarquía plurinacional”.

Y sería un error grave creer que el Partido Popular y, en general, los grupos que se atienen a posiciones “constitucionalistas”, puedan aportar la más mínima solución a estos problemas. Estas formaciones montan la guardia en torno a la monarquía y a la constitución que nos han conducido a la situación actual. Algunos de sus portavoces critican al nacionalismo étnico, identitario. Pero ocultan que es la propia constitución, con sus autonomías, “nacionalidades” y cooficialidades quien le ha otorgado patente de corso.

Critican incluso el concepto de la “lengua propia de la nacionalidad”. Pero silencian cínicamente que es el PP quien ha extendido este concepto a Galicia, a las Baleares y recientemente a Valencia. Algunos “constitucionalistas” que presumen de ubicarse a la izquierda observan, acertadamente, que las “lenguas propias” no son de los territorios, sino de las personas y que, por ejemplo, tanto el catalán como el castellano son lenguas propias de Cataluña.  Pero dejan encerrada la cuestión en el marco autonómico. No prolonga su razonamiento con algo igualmente evidente: que catalán y castellano son lenguas españolas y que el castellano es, además, la lengua común de todos los españoles.

El PP ha comenzado a zambullirse en los procesos estatutarios que propone el PRISOE. Ha apoyado la definición de Andalucía como “realidad nacional”. Cuando el PSOE y los separatistas hayan montado sus “naciones”, el PP se lanzará a montar las suyas.

Un sector “duro” del PP, cuyo líder más respetado es Alejo Vidal-Quadras propone una reforma que salve la actual constitución: acotamiento y blindaje de competencias del Estado, reforma electoral estableciendo mínimos del 5% de votos que impida el acceso de minorías separatistas a las instituciones centrales y ruptura de todos los puentes con el PSOE. Pero este endurecimiento se aplica sobre algunas consecuencias extremas de la actual descomposición del régimen, no sobre sus causas profundas. No resuelve ninguno de los problemas; todo lo más, en el improbable caso de que triunfase, retrasaría su estallido al precio de radicalizarlos. En modo alguno alude al papel de la institución monárquica, cuya pervivencia se halla en la raíz de la presente catástrofe nacional, es proclive al mantenimiento de los privilegios de la iglesia católica y destaca por su adhesión a políticas económicas neo-liberales de corte thatcheriano.

 

Republicanismo nacional

La divisa de la República es la respuesta obligada del nacionalismo español consecuente ante las amenazas terribles y muy concretas que se ciernen sobre nuestra patria. La pervivencia de España sólo es posible mediante la apertura de un proceso constituyente que nos configure como república unitaria.

Esta propuesta debe esperar, obviamente, la oposición sin fisuras de los “leales a la Corona”, carentes de cualquier libertad de criterio. Se trata de un sector palmariamente anti-nacional, que pone a una dinastía por encima de España. Con todo, queremos recordarles que una inveterada forma de actuar borbónica ha sido la de tener por “seguros” a los leales y, por ello, arrogarse el real derecho de despreciarlos cuando convenga para congraciarse con los díscolos y obtener su benevolencia.

Más importante es la consideración de los numerosos españoles que, sin profesar grandes convicciones monárquicas, se aferran a la esperanza de que la corona detendrá, en última instancia, el curso disgregador, ejerciendo el papel de símbolo de la unidad y pervivencia de España que le atribuye la vigente constitución.

A estos españoles simplemente pedimos que observen la impavidez con que el actual jefe de Estado ha asistido a la persecución de la lengua española en Cataluña, Vascongadas y Galicia, a los discursos en los que Rodríguez Zapatero manifestaba que el concepto de Nación española es discutido y discutible, al entendimiento del PSOE con fuerzas que pactaron con ETA el ámbito de sus asesinatos, a la elaboración de estatutos de autonomía que fracturan la unidad de España, a la traición nacional que implican los pactos con ETA para dejar las Vascongadas en poder de un separatismo sangriento, al abandono de los saharauis en manos de Marruecos o al otorgamiento de facto de la soberanía sobre Gibraltar a Inglaterra.

A la vez, reconocemos que el republicanismo nacional debe disipar los recelos que otros españoles muestran hacia la idea de república, identificándola con la desvertebración nacional. Nuestra posición ante esta cuestión es clara y terminante: no afirmamos continuidad alguna con las anteriores experiencias republicanas. El federalismo de la I República abocó a una lastimosa explosión cantonalista. La II República, si bien sentaba bases unitarias, de “Estado integral”, fue el primer régimen constitucional que admitió en su seno unos cotos nacionalistas anti-españoles. Estos gobiernos “autónomos”, con muchas menos competencias que las comunidades autónomas actuales, no tardaron en lanzarse a la rebelión separatista abierta.

Estamos por la República española única e indivisible. La soberanía nacional residirá en el conjunto del pueblo español: ningún territorio, grupo o individuo podrá usurpar facultades inherentes a su ejercicio. Igualdad de los españoles ante la ley y en cuanto a condiciones sociales de desarrollo, con independencia de la región en que hayan nacido. Instituciones integradoras de la Nación española que articulen a España como comunidad de ciudadanos iguales en lo político-jurídico y en cuanto a oportunidades sociales de desarrollo, por encima de peculiaridades lingüísticas, ideas religiosas o costumbre. Estas peculiaridades no pueden servir de pretexto para la institucionalización de privilegios o “soberanías” territoriales ni de ningún otro signo.

A la vez, debe impulsarse una ordenación territorial en régimen de descentralización administrativa. Piedras angulares de esta nueva ordenación serán los municipios, con sus diversas formas de asociación para la prestación de servicios en conexión directa con los ciudadanos (mancomunidades, áreas metropolitanas y comarcas) y las provincias.

Esta ordenación exige la derogación del sistema de las autonomías, tanto en su versión originaria, como en su actual deriva confederal y la abolición de toda forma de régimen foral, conciertos y demás modalidades de privilegio territorial.

El sistema autonómico instituido en 1978 es un semillero de la disgregación de España. Aunque no existiese el problema separatista, nos condenaría a la impotencia. Ha implicado la conformación de 19 parlamentos, con sus correspondientes instancias de gobierno y mastodónticos despliegues administrativos, todo ello en aras del encumbramiento de unos nuevos caciques regionales y sus clientelas de parásitos. Con el pretexto de “acercar la prestación de servicios al ciudadano”, se han expandido como pozos sin fondo del despilfarro, multiplicando el solapamiento de competencias y la hipertrofia de plantillas. En continua porfía por vaciar a la Administración general de competencias y recursos, luego se han mostrado incapaces de hacer frente a la más mínima emergencia en sus respectivas regiones, a la vez que actuaban en todo momento como dispositivos de asfixia de la vida municipal. Focos de una dinámica de centrifugación de España, incubadoras de tendencias a un cantonalismo miserable, son en estos momentos el punto de partida de la voladura de nuestra integridad nacional.

España es una realidad plurilingüística. Pero, por avatares de su historia, el castellano llega hasta nosotros como idioma que permite la comunicación del 99% de los españoles y nos pone en relación directa con unos 400 millones de americanos del sur y del norte.

Un hecho efectivo de esta naturaleza ingresa en el círculo del superior espacio de la “cosa pública”, junto con los demás elementos de coherencia, comunicación y cohesión nacional, como son las instituciones de la ciudadanía, del presidente de la República elegido directamente por el conjunto del pueblo español y de la Asamblea Nacional, integrada por diputados elegidos en la circunscripciones provinciales de España. Fundamenta nuestra postura sobre la oficialidad del español, que lo constituya en idioma de las instituciones y administraciones públicas y vehicular de la enseñanza, que todos los ciudadanos de la República tienen la obligación de conocer y el derecho a usar.

A la vez, el Partido Nacional Republicano considera a las lenguas catalana, vasca, gallega, etc. tan españolas como la castellana (aunque ésta ostente el rango de lingua franca, común en todo el Estado), por lo que se garantizará en los planes de estudios el conocimiento del resto de lenguas españolas en todo el territorio nacional.

El sistema educativo, enteramente público y gratuito y de gestión estatal directa, ha de cumplir una doble función: promover la edu­cación nacional de las nuevas generaciones y transmitirles el saber.

 

Republicanismo presidencialista

Hacemos nuestra la crítica democrática clásica al régimen monárquico. Éste entraña la negación de la igualdad político-jurídica de los ciudadanos y la confiscación de una porción, por pequeña que sea, de la soberanía nacional-popular que debe legitimar al poder político. La monarquía no sólo impide acceder a la jefatura del Estado a los españoles capacitados para ello. En nuestro caso, además, la monarquía parlamentaria otorga investidura a una oligarquía de partidos que concentran en sus manos todas las funciones esenciales del Estado y, en la cúspide del Estado de las autonomías, preside la desintegración de España en taifas territoriales y el sometimiento de millones de nuestros compatriotas a la opresión desatada por los caciques separatistas. La monarquía se asocia, en fin, a una situación de privilegios para la iglesia católica que hoy aprovecha el islam para demandar un trato de igualdad.

Rechazamos la forma de gobierno liberal parlamentaria. Estamos por una república presidencialista, con elección directa del jefe de Estado por el conjunto de la Nación y nombramiento del gobierno por el jefe del Estado. Por la atribución de la función legislativa y de control del gobierno a una única Asamblea Nacional, formada por sufragio universal, libre, directo y secreto, sobre la base de la circunscripción provincial. Somos partidarios de una magistratura independiente, cuya instancia máxima, el Tribunal Supremo, sea elegida por los propios encargados de juzgar y aplicar lo juzgado y por una fiscalía igualmente independiente, con fuerzas de seguridad exclusivamente subordinadas a la misma.

Exigimos una república laica, con neta autofinanciación de las confesiones. Que el cepillo lo pase el feligrés. La nueva república debe reconocer la libertad religiosa y de culto de los ciu­dadanos dentro del respeto al orden público. Sin embargo, su política emigratoria y educativa debe evitar que la religión islámica, contraria a nuestra cultura política, adquiera arraigo masivo en nuestra Patria.

 

El régimen de las virtudes y el partido de la virtù

Los romanos concibieron a la República como “régimen de las virtudes”. Y en la cima de las mismas colocaron el patriotismo y la preeminencia de los intereses generales sobre los particulares y los sectoriales. Sólo la República puede responder sinceramente al lema de “todo por la Patria” porque quiere ser la Patria de todos.

Según esa tradición, la República no sólo es el régimen capaz de asegurar la pervivencia, independencia y grandeza de la comunidad, sino que, además, aparece como condición indispensable para el desarrollo personal de cada uno de sus miembros, como el marco capaz de elevar al máximo sus capacidades. Su tendencia es a la superación del conflicto entre lo público y lo privado.

Esta herencia fue actualizada y desarrollada por la gran Revolución francesa mediante el principio de la soberanía popular indivisible –que hoy oponemos, en España, a la monarquía, la partitocracia y los caciques separatistas– y su base fundamental, la igualdad ciudadana.

La ciudadanía republicana es una condición “artificial”, derivada de la pertenencia a una comunidad política (y no un atributo de la “esencia humana”, del “individuo”, según preconiza el liberalismo, o de pertenencia a una colectividades étnicas, lingüísticas o religiosas).

Todo ello implica el cultivo de virtudes fundamentales: interés apasionado por lo público y la política, participación intensa, confianza en la capacidad de imponer los cambios que exijan las circunstancias, probidad, afán igualitario no nivelador –compatible con una meritocracia–, implacabilidad con la corrupción, etc.

Maquiavelo fue más allá de la exhortación romana a la práctica desinteresada de las virtudes. Vio en la República al régimen político superior por su ajuste a la “realidad efectiva de los hechos”. La Patria vive siempre en el Tiempo y, por ello, en el Conflicto con el enemigo exterior y ante el riesgo de desintegración en el interior. La República, según Maquiavelo, resuelve el problema de la Duración por tres razones fundamentales: por constituir Patria de todos, que puede movilizar el interés de cada uno en defenderla, por su capacidad de canalizar de forma institucional la conflictividad interna, y por su aptitud para forjar una clase política amplia y adaptable a los cambios.

En efecto, para instaurar la nueva República, el “régimen de las virtudes”, es necesario una nueva clase política, ante todo un nuevo partido. Pero ese instrumento, perteneciente a la modernidad, deberá hallarse adornado por la virtù, término de Maquivelo intraducible al español, que resume la cualidad esencial que el florentino atribuía al Príncipe. Una alianza compleja de las capacidades del león con las de la zorra, de la resolución y la audacia con la astucia y la espera, del amor a la Patria con la disposición a una hostilidad sin acotamientos hacia quienes la destruyen.

 

Republicanismo socialista

La República no limita su alcance al reemplazo de un monarca por un presidente, aunque lo englobe. Se identifica con una moral nacional asociada a una poderosa intención de comunidad, que no puede florecer plenamente dentro los límites del sistema social capitalista.

Ese sistema degrada el trabajo al papel de mera mercancía entre otras mercancías. Reposa sobre estructuras de propiedad en cuyo marco el excedente amasado por el conjunto del trabajo nacional adopta la forma de beneficio privado atribuido a una minoría social y se destina principalmente según los intereses de auto-reproducción de la misma. Desencadena una ruina acelerada de elementos ambientales. Perpetúa divisiones sociales que, por un lado, atrofian las facultades de gran parte de la población y por otra, sitúan automáticamente a los grupos económicamente más poderosos en todos los niveles de la hegemonía y convierten en papel mojado los mejores enunciados políticos democráticos. Y propicia que el avance científico y tecnológico se desate como un proceso incontrolado.

A todas estas críticas de orden general, hay que añadir que en nuestro país el capitalismo ha dado inequívocas muestras de ineptitud y mediocridad. Sólo mediante las andaderas de la dictadura franquista y la autarquía pudo crearse un despegue industrial. Su posterior inserción en la Unión Europea le ha precipitado por un camino de desarticulación, sin otro horizonte que el repliegue en una subalterna economía de servicios.

La nueva República debe asumir un carácter socialista. Por socialismo entendemos, de cara al exterior, escudo defensor de la soberanía nacional frente a la penetración imperialista y, hacia dentro, sustancia efectiva de la igualdad jurídico-política de los ciudadanos. Socialista es también la concepción del trabajo como vía de autoconstrucción del hombre y servicio a la comunidad. Socialista es la voluntad de dominio consciente de las condiciones de existencia frente al despliegue de la economía como un proceso ciego. Socialismo es combate contra el imperio de los poderes económicos privados, experimentando formas de propiedad pública y gestión democrática de los grandes instrumentos industriales. Socialista es la orientación favorable a que el excedente nacional vaya adoptando la forma predominante de fondo comunitario. Socialista es el propósito de reducción sin desmayo de las relaciones de poder social basadas en la posición económica.

Dicho esto, somos conscientes de que esa alternativa deberá ser reformulada de los pies a la cabeza. Después de la trágica experiencia de los regímenes inspirados en el marxismo, hoy sabemos sobre todo lo que no debe ser el socialismo. Está claro que los necesarios procesos de socialización no pueden consistir en una simple estatización del capital, como si fuese un mero stock de medios de producción, a cargo de una oligarquía política. El capital no es un stock, una “cosa”. Es un flujo: el de acaparamiento y continua acumulación por parte de un grupo social particular, sea de propietarios privados clásicos o de bonzos del materialismo dialéctico, del sobre-producto nacional originado por el trabajo. El socialismo ya no puede ser confundido con el capitalismo de Estado integral en que desembocaron esos regímenes antes de derrumbarse. Pero tampoco con las propuestas de “autogestión”, “propiedad sindical”, “atribución de la plusvalía a los sindicatos”, etc. Tales propuestas desembocarían en un cutre capitalismo sindical. Son ensoñaciones nostálgicas del viejo artesanado.

 

Soberanía nacional

Con el derrumbamiento del llamado mundo socialista y el triunfo del llamado mundo libre se ha ido instalando un escenario, el nuevo orden mundial (NOM), que tiene como cabeza directiva a EE.UU, como brazo armado a la OTAN, como mecanismo de legitimación a la ONU –en el caso en que Washington se digne consultarla– y en el que el liberal-capitalismo aparece como “fin de la historia” y único sistema posible a escala planetaria. Dentro de la ideología de ese imperialismo ocupan un lugar fundamental los “derechos del hombre”: son esencialmente los derechos de un propietario egoísta celoso de su “libertad”. Invocando su defensa, EE.UU y sus satélites proceden a continuas “injerencias humanitarias”, pisoteando la soberanía nacional de pueblos enteros y devastándolos mediante aniquiladoras “guerras humanitarias”.

Preconizamos una república capaz de impulsar una política exterior española autónoma respecto de los dictados del NOM. Esto implica reactivar las exigencias de salida de España de la OTAN y de denuncia del tratado de cooperación con EE.UU sobre bases militares. Dedicar las fuerzas armadas a la defensa estricta de nuestros intereses nacionales, frente a su actual papel de comparsas del Pentágono en la agresión y masacre a otros pueblos, o de guardias de tráfico en conflictos suscitados por otros. Poner fin al dominio colonial inglés sobre Gibraltar. Defender de modo intransigente la españolidad de Ceuta y Melilla.

La actual Unión Europea (UE) es básicamente una Eurolandia capitalista con la que las naciones más poderosas del continente ponen las demás a su servicio, de cara a la concurrencia inter-imperialista mundial. Mediante la UE, Alemania, con el perifollo de la diplomacia francesa, comanda el tercer intento de unificación de Europa de los dos últimos siglos, tras los fracasos de Napoleón y Hitler. Esta vez se trata de impulsar un bloque imperialista liberal, en competencia de capital con el norteamericano, pero sobre la base de los mismos principios.

Trama fundamental de este proyecto ha sido la orientación trazada desde Mastrique, que ha culminado con la entronización del euro. Paso a paso, ha significado la subordinación de los diversos Estados europeos a cumbres socio-políticas alejadas de cualquier posibilidad de control, el sometimiento de las economías nacionales mediante la cadena de los bancos centrales subordinados al Banco Central Europeo (BCE) –trasunto del Bundesbank y de la reserva federal norteamericana– y la libre y omnipotente circulación de los grandes capitales. Respecto de los países del Sur, entre ellos el nuestro, los fondos europeos y de cohesión han servido hasta el momento para anestesiar la extirpación de tejido productivo español.

El despojo de soberanía incluye de modo especial las facultades que permiten a los Estados nacionales una función rectora en materia económica y social. La dirección de la economía se sustrae a los poderes políticos nacionales, pero no para ser asumida por un poder internacional democrático, sino para abandonarla bien en manos de unos tecnócratas sujetos a las conveniencias franco-alemanas, como es el caso de la política monetaria, bien a la voracidad de un mercado oligopolista.

La aceptación de Eurolandia equivale a acatar la división del trabajo impuesta por el capital monopolista centroeuropeo. Esta división conviene a la oligarquía de bancos, antiguos oligopolios como el de Polanco y grandes empresas resultantes de las privatizaciones. Pero da la puntilla a nuestra agricultura, ganadería y pesca, clausura lo que queda de industria nacional y reduce España a un área de servicios.

Eurolandia significa sometimiento del trabajo nacional a la presión de la precariedad, la inmigración masiva y la amenaza de deslocalizaciones de empresas, así como progresivo desmantelamiento de las redes públicas de protección laboral y social. Significa extensión de las privatizaciones, mantenimiento de las fiscalidades regresivas e incremento de las desigualdades territoriales y de la exclusión. En esta Europa, proseguirá la persecución fanática de la ayuda a las empresas públicas, a la vez que una total permisividad a las importaciones salvajes que están hundiendo a sectores enteros de pequeña empresa.

Se trata, además, de una Europa anti-democrática, con un sistema de mayorías reforzadas y cláusulas poblacionales; con un “parlamento” reducido a funciones consultivas, sin capacidad de control sobre un “ejecutivo” –el Consejo y la Comisión– en el que los grandes se han asegurado la voz cantante. Esa Europa, en la que España pinta poco, es además un potente obstáculo para la democracia efectiva en nuestro país. Ha dispensado un plus de legitimidad al régimen político que padecemos. A cambio, ha asignado a sus instituciones y fuerzas el papel de cabos de varas de la colonización extranjera y del sometimiento de los trabajadores españoles a los golpes de la libre circulación de capitales, mercancías y personas.

Eurolandia ha introducido factores de rígida centralización mediante instituciones pretendidamente técnicas y neutrales, guardianas de la ortodoxia neo-liberal. Pero esta centralización por arriba se combina con fuertes impulsos hacia el descoyuntamiento de diversos Estados por abajo. Eurolandia se abre paso a través de un amplio proceso de desvertebración nacional. Tras la partición de Checoslovaquia hemos asistido al sangriento estallido de Yugoslavia, conatos de secesionismo de Bossi e intentos de federalización de Italia y de regionalización de Portugal, agresión contra Yugoslavia en apoyo al movimiento separatista de Kosovo y avanzados procesos de desintegración en España, que han culminado con el apoyo de más de la mitad de los eurócratas a los pactos de Rodríguez Zapatero con ETA.

Finalmente, Eurolandia es una Europa nihilista, que no conoce más valores que los mercantiles y permite la penetración y afincamiento del islam. Una Europa en la que ya apenas resuena el eco de los grandes valores clásicos, legados por Grecia y Roma, que fundaron nuestra civilización.

Algunos justifican a Eurolandia como contrapeso a la hegemonía de los EE.UU. Esto sería válido si Eurolandia tuviese algo esencialmente diferente que decir en el mundo. Si fuese portadora de una alternativa a lo que EE.UU representan hoy, al liberal-capitalismo con todas sus premisas. Pero estas premisas son también las dominantes en la Europa actual. Por ello, mueve a risa el europeísmo esquizofrénico hoy en boga: anti-norteamericanismo de quiero y no puedo, destilado por el resentimiento de imperialismos destronados, combinado con la exaltación del americanismo cultural en todos los planos.

Es preciso advertir que ni la “globalización” ni la “mundialización” suponen la superación del Estado nacional. Suponen tan sólo la crisis de los Estados nacionales débiles y desarticulados, como la España actual y, a la vez, imponen la necesidad de confluencias más amplias: bien sea para la promoción de bloques imperialistas, bien sea para alentar alternativas frente a esos bloques.

Quienes somos partidarios de esta segunda posición, preconizamos un impulso europeo diferente del actual, el de cuantos movimientos acepten como principios fundamentales la eliminación de la influencia USA sobre el continente y la sustitución de la actual Eurolandia y su dictadura del monetariado por una Europa solidaria del Trabajo, que avance a través de fórmulas confederales, respetuosas de las especificidades nacionales.