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Que el cepillo lo llene el feligrés
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La Iglesia católica es la única confesión religiosa de las que existen en el territorio español que no se autofinancia. Además, en ningún país desarrollado del mundo el Estado financia a la Iglesia católica –ni a ninguna otra–, en una medida tan generosa como lo hace el Estado español, pese a que ese Estado se proclama “aconfesional”.

Es innegable que los católicos no sostienen adecuadamente a su Iglesia, como deberían hacerlo en un Estado verdaderamente laico, en el que se consagrase la plena separación de todas las iglesias y del Estado. Con las aportaciones de los católicos no se podrían pagar los sueldos de las personas (clérigos y seglares) que mantienen funcionando la institución, ni sus gastos en formación, equipos, viajes, publicaciones y demás costos de la organización eclesiástica. Sin financiación externa, la Iglesia no podría funcionar. Los creyentes deberían admitir que esto es una vergüenza.

El Estado financia abundantemente a la Iglesia católica. En el Concordato suscrito en 1979, ésta se comprometía a buscar la autofinanciación, por lo menos de sus operaciones internas, aunque no necesariamente de los servicios que da a la sociedad. Pero han pasado los años y la autofinanciación continua siendo una vana promesa. Mientras tanto, el Estado “aconfesional” sigue apoquinando cinco clases de aportaciones:

1ª. El Estado recauda y entrega el impuesto eclesiástico: el 0,52% del IRPF que los contribuyentes asignan voluntariamente a la Iglesia católica. El Estado no sólo cede una parte –que supone un volumen considerable– de un impuesto al que tiene derecho exclusivo, sino que ahorra los costos de recaudación a la Iglesia y le garantiza un nivel de ingresos que de otra manera ésta no recogería.

2ª. El Estado complementa con aportaciones directas del erario público lo que falta para llegar al nivel comprometido en el presupuesto anual (150 millones de euros en el 2005). Las aportaciones de los fieles no suelen superar los 100 millones de euros, por lo que este año el resto, de unos 40 o 50 millones de euros, ha sido una aportación directa del Estado.

3ª. El Estado exime a la organización eclesial de varios impuestos: IVA –con la protesta de la Unión Europea), IBI (sobre los muchos inmuebles que posee), sociedades, patrimonio, sucesiones y donaciones (importante para la Iglesia por las herencias que recibe). Constituyen estas renuncias fiscales una discriminación positiva a favor de la Iglesia católica, que no se suele mencionar cuando se habla de su financiación, pero suponen muchos cientos o miles de millones de euros cedidos por las administraciones públicas a la Iglesia.

4º. El Estado destina unos 500 millones de euros para pagar a los profesores de religión en las escuelas públicas y a los capellanes en hospitales, prisiones y cuarteles. Paga asimismo por la conservación de monumentos y obras de arte que son patrimonio de la Iglesia.

5ª. El Estado paga más de 2.000 millones de euros a las órdenes religiosas que regentan las escuelas concertadas. Por otra parte, algunas administraciones públicas –comunidades autónomas y ayuntamientos– contribuyen a financiar instituciones de la Iglesia que se dedican a obras de beneficencia (hospitales, asilos, orfelinatos y centros de caridad). Hay que reconocer que estas obras asistenciales de la Iglesia ahorran costos –y quebraderos de cabeza– a las administraciones. Pero en cualquier caso estos servicios que prestan las instituciones eclesiásticas se les paga de la misma manera que a los demás proveedores de servicios públicos.

La pregunta que nos hacemos es si esta situación va a cambiar. Dado que el dinero público es dinero del público, muchos ciudadanos, que pueden ser católicos o no católicos, pero que son contribuyentes, se preguntan qué destino otorga la Iglesia a parte de la sustancial financiación que recibe del erario público.

Es claro que una parte de esa financiación está sirviendo para que altas jerarquías eclesiásticas difundan mensajes de equidistancia entre la defensa de la nación española y la del separatismo vasco, o entre el dolor de las víctimas del terrorismo separatista y el de los familiares de los etarras presos, o para promocionar el apoyo a los estatutos separatistas. Otra parte de esa financiación se destina a la legitimación de la inmigración ilegal y a la defensa de los sin papeles, y a justificar su discriminación positiva frente a los trabajadores españoles.

Y tampoco podemos cerrar los ojos ante el hecho de que el régimen de financiación que disfruta la Iglesia católica está siendo reclamado, con toda coherencia, por otras confesiones que, como es el caso del islam, son absolutamente contrarias a nuestra herencia cultural europea.

Son sólo algunas de las razones, y no las más importantes, por las que exigimos la completa separación de las iglesias y el Estado y la autofinanciación de las confesiones.