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Trabajo, técnica, economía
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Un nuevo sentido del Trabajo

Incontable es el número de quienes no soportan al mundo actual e intentan escapar del mismo. En cierta derecha, sigue hallando predicamento la vía romántica, de evasión ensoñadora, pasiva, hacia un pasado maravilloso. Y, en cierta izquierda, continúa la búsqueda de consuelo mediante construcciones utópicas. Estas utopías siempre han consistido en proyectar hacia el futuro meras inversiones de lo real, destiladas por la impotencia y el resentimiento. Por otra parte, en las últimas décadas, el sistema ha ensanchado considerablemente la oferta de sacramentos químicos para huir hacia “otra dimensión de la realidad”.

¿Qué podemos hacer quienes no pertenecemos a ninguna de las razas de hombres en fuga, a ninguna de las estirpes de vencidos por el liberal-capitalismo? En este caso, sólo nos queda una salida: ¡la fuerza contra la fuerza! El sistema actual únicamente puede ser derrocado a partir de otro proyecto de poderío. Sin embargo, no se trata de enfrentarle cualquier fuerza desnuda arbitraria o caprichosa. Se trata de oponerle el combate por un dominio legítimo, correspondiente a un nuevo avance en la instalación de la verdad racional.

Ello comporta, ante todo, un nuevo sentido del Trabajo. Base y objeto primario de la nueva República que proponemos ha de ser el Trabajo, manual, técnico, intelectual, directivo, en todas sus manifestaciones, entendido como servicio a la Nación y como única fuente legítima de sustento y desarrollo personal y de reconocimiento social. Estimamos que el Trabajo no debe quedar enclaustrado en la significación económica que innegablemente posee. Ha de trascenderla, para ser conceptuado como deber y derecho político decisivo y abarcar todas las ocupaciones vitales para la comunidad nacional.

Tal concepción no podría concretarse sin superar nociones dominantes en la actualidad. Desde el punto de vista de los grupos socialmente hegemónicos, el trabajo se reduce a un mero instrumento de la acumulación de capital que, con cada variación de las bases técnicas, se reestructura dejando en la cuneta a millones de residuos sociales. Y, para los grupos sociales dominados equivale a un simple medio de subsistencia o, en el mejor de los casos, de imitación rebajada de los modelos de consumo de los grupos sociales hegemónicos.

Se impone, por tanto, una crítica radical a la consideración actual del Trabajo, siempre economicista –es decir, exclusivamente remitida a las categorías de producción y consumo– y, además, fuente de extorsión de valor mercantil. Es necesaria una nueva concepción, asociada a las ideas de comunidad nacional y potencia creadora, una afirmación del valor directo del trabajo como escuela y palanca de despliegue de las facultades de la ciudadanía. ¿Cuándo va a dejar de pesar sobre nosotros la noción bíblica del trabajo como maldición, castigo o mal necesario?

 

Un nuevo sentido de la Técnica

También debe atribuirse una relevancia decisiva a la Técnica. Así corresponde a nuestra tradición originaria: a la tensión creadora que atraviesa lo mejor de la experiencia europea. Esa alternativa aceptará tanto la herencia heroica de servicio a la verdad que funda la comunidad, como la herencia prometeica, de transformación del mundo. Heracles y Prometeo dejarán de estar manipulados y torturados por los dioses, finalizará su enfrentamiento estéril y se pondrán a trabajar, codo con codo, en la gran mutación socialista que imponen los retos del siglo xxi.

Para ello, será necesario que la técnica sufra también un cambio de sentido. Durante milenios, la mediación técnica entre el hombre y la naturaleza no se autonomizó. La técnica se interponía entre el hombre y el resto de la naturaleza según la voluntad del primero. Con el paso de la herramienta a la máquina, paso empotrado dentro del ascenso capitalista, tiene lugar un cambio radical en las mencionadas relaciones. La técnica se superpone al hombre. Por ello, en contraste con las apologías del “Progreso”, también es corriente escuchar la denuncia de la “transformación del hombre en apéndice de la máquina”. Ahora bien, esa autonomización de la técnica actual no se deriva de su complejidad, sino de su papel de elemento de una dinámica económica que ha devenido proceso ciego. La tecnología es una mercancía que, como todas las demás, sólo atiende en sus destinos, desarrollos y aplicaciones a la posibilidad de incremento del valor del capital. Ello impone permanentes restricciones a las propias posibilidades de la investigación y la técnica. El nivel tecnológico puesto en obra no depende tanto del esfuerzo conscientemente realizado, de la inventiva de los hombres, como del grado de integración que alcance la investigación en el capital, con la estricta finalidad de auto-reproducción del mismo, para resolver las crisis periódicas de acumulación en que se desenvuelve.

En una comunidad merecedora de futuro, como debe ser la España y la Europa socialistas por las que luchamos, el hombre no entrará en competencia con la máquina ni se sentirá un mero accesorio de la misma, pues dejará de ser un simple “factor de producción” y de subordinarse de forma ciega y fatalista al “Progreso”. Y recurrirá a las máquinas no con vistas a un ocio que le reduciría a la atrofia de un estado fetal, sino como medios de impulso de la potencia de la comunidad nacional y del crecimiento y diversificación del desarrollo de sus ciudadanos.

En multitud de campos, la nueva forma de vida no sólo seguirá impulsando las conquistas técnicas, sino que lo hará con mayor rapidez que el sistema actual. Es frecuente extasiarse frente a los adelantos técnicos de hoy. En realidad, haría falta extrañarse todavía más ante la lentitud con que muchos descubrimientos penetran en la vida económica. Grandes sectores de la industria actual viven de los avances realizados hace decenios. Los vehículos basados en el motor de explosión y la energía petrolífera son auténticos fósiles respecto de lo que permiten investigaciones ya realizadas y experiencias iniciales. La automación se halla tan sólo en sus balbuceos y avances en terrenos de importancia vital, como el de la fusión nuclear, se están registrando con un dramático retraso. La República del Trabajo no topará con la inercia de las actuales relaciones sociales, que permiten modificar las bases técnicas únicamente cuando las tasas de beneficios se han hundido, o cuando accidentes históricos obligan a variar los aprovisionamientos y mercados.

La nueva República alentará una decisiva implicación de los medios de fomento tecnológico, gracias a unas posibilidades de concentración de recursos y decisiones que el presente sistema no conseguirá jamás. Podrá poner en pie complejos industriales que no resultan rentables desde el punto de vista de los actuales grupos privados, pues verá en ellos ventajas que no son percibidas desde el punto de vista de la mercancía. Pero ese Estado no vacilará en recurrir a procedimientos que en la actual perspectiva son desdeñados como arcaicos, si así lo aconsejase el mantenimiento de ciertos equilibrios ambientales, el hábitat, el desarrollo de las capacidades físicas de los miembros de la comunidad, etc. Antiguas técnicas artesanales podrán ser reexaminadas en todos los campos.

 

Dirigir la economía, no sufrirla

El mundo de las máquinas, ha provocado un trastrocamiento integral de la existencia. Ha convertido de modo irrevocable la relación del hombre con la naturaleza en una empresa cada vez más colectiva, que establece apretados lazos de dependencia recíproca entre millones de hombres e instaura una realidad cada vez más compleja. Ha convocado poderes inmensos, que permitirían una formidable ampliación de horizontes. Existe un gigantesco material que aguarda con impaciencia que se le impregne de un sentido legítimo. Una colosal acumulación de medios de poder se halla dispuesto para un nuevo dominio histórico. El sufrimiento del mundo, un sufrimiento de signo universal, es que el mencionado dominio no se ha plasmado todavía. El dominio del Burgués subordina todo ese inmenso caudal de posibilidades a los “derechos del Individuo” y a la búsqueda frenética de su felicidad consumista. El resultado no ha sido la “Libertad”. Han sido las formas más monstruosas de tiranía y, sobre todo, el desarrollo de un proceso económico que se superpone al hombre como un gigante desencadenado. ¿Qué son las crisis periódicas, sino la demostración de que el trabajo y la técnica no pueden ser racionalmente organizados desde las categorías políticas y económicas del individualismo?

El mundo del Burgués nació glorificando al Individuo. Pero el Individuo, que no tolera el “gobierno de los hombres”, ha terminado siendo un lamentable esclavo de las cosas. La economía se ha autonomizado, convirtiéndose en proceso, en movimiento dotado de vida independiente, que los gobiernos tratan de controlar. Pese al creciente refinamiento de los instrumentos de previsión y de coordinación de actuaciones, el estallido siempre recurrente de las crisis es una muestra de que los gobiernos fracasan a la postre en su empeño. Se ha descrito frecuentemente al capitalismo como un aprendiz de brujo. Las consecuencias de su dominio hubieran dejado estupefacto a cualquier hombre de épocas anteriores: crisis de penuria no originadas en catástrofes naturales sino en el hecho de producir demasiado en relación con las tasas de beneficios que pueden obtenerse en un momento determinado, creación del “subdesarrollo” por la penetración del “desarrollo”, consumo inducido en aras de la producción, etc.

El carácter procesual y anárquico del capital ha sido frecuentemente ignorado, o incluso negado, por quienes proclamaban su oposición al sistema. Muchos de ellos han tendido a presentar la historia moderna como fruto de una todopoderosa maquinación del “capitalismo internacional”, el “judaísmo mundial”, “las multinacionales” u otras versiones laicizadas de la omnipotencia divina.

Es cierto que las cumbres de la burguesía de los países más poderosos concentran formidables cuotas de hegemonía social, gracias a los resortes de poder económico que controlan, y ello les permite disponer de recursos políticos decisivos. Pero, al mismo tiempo, una y otra vez las vemos doblegarse ante las exigencias del capital como proceso. Detentadoras de la parte fundamental del capital, deben obedecer, sin embargo, a una fuerza que las arrastra, las trastorna y reiteradamente las hace fracasar. Los individuos, las empresas y los gobiernos cuentan indudablemente con un margen de maniobra, pero no siempre pueden navegar contra la corriente.

El capitalista, sea individual o colectivo, aparece como la personificación de una porción del capital en concurrencia con las demás porciones. Marx definió apropiadamente a los capitalistas como “funcionarios de la acumulación de capital”. Los burócratas marxistas que durante décadas han gobernado en la URSS y países parecidos, han proporcionado el ejemplo más acabado de esa definición.

En los años 50 y 60 se multiplicaron las previsiones de una pronta eliminación del proceso anárquico del sistema gracias a diversos cambios. Por una parte, las intervenciones del Estado iban a garantizar el carácter equilibrado del crecimiento y el pleno empleo. Por otro lado, las condiciones de monopolio permitirían inversiones más planificadas que casuales y precios más administrados que libres, así como una mejor investigación de los mercados.

Es innegable que, tras la Segunda Guerra Mundial, el Estado se ha dotado de instrumentos capaces de atajar fenómenos especulativos y de contener quiebras financieras en cadena que fueron fatídicas en 1929. Pero la previsión de una eficacia más general del intervencionismo mostraba un vicio fundamental de planteamiento. Eludía considerar si es posible para un gobierno de la actual forma de vida, es decir, un gobierno orgánicamente encargado de la defensa del sistema de producción de beneficio, impedir la manifestación de las crisis que se derivan de ese sistema y cuya erradicación exigirían atacar al beneficio. La única posibilidad de cerrar el paso decisivamente a la superproducción hubiera sido un curso sostenido de aumento de capacidad adquisitiva de la población sin paralelo incremento de precios. Pero esas medidas no podían, ni pueden, ser llevadas a cabo de forma duradera y a gran escala por gobiernos vinculados a la hegemonía del gran capital. De hecho, ninguno de los gobiernos ha intentado jamás la superación de la crisis por esas vías. En cambio, han preferido recurrir a innumerables paliativos que, como la morfina, sólo depararan efectos temporales.

Tampoco es cierto que la monopolización de la economía pueda erradicar el carácter anárquico del curso capitalista. En primer lugar, no existe nada similar al monopolio absoluto. Lo que existe es el mundo de los oligopolios, entre los que se produce una concurrencia intensa. Además, bajo el capitalismo, incluso un sector reducido a una sola empresa toparía rápidamente con la competencia de las mercancías sustitutivas de sus productos.

Por otra parte, cuando se habla de mercado desde principios del siglo XX, hay que entender que ello se hace referencia al mercado mundial. Es en este marco donde hay que situar el papel de las regulaciones internas de los Estados, extendidas desde la suave programación indicativa de los gobiernos demoliberales, hasta los rígidos planes que puso en obra el "socialismo real". En ninguno de estos supuestos el dominio del mercado y su anarquía han resultado abolidos. A través de tales intervenciones, cada Estado nacional ha intentado paliar los desequilibrios en su interior, para ganar eficacia en el plano de la concurrencia exterior, o resistir sus presiones. El resultado de esos esfuerzos ha sido, normalmente, desplazar la anarquía del plano nacional al internacional.

No está de más señalar que aunque todas estas previsiones se hubiesen verificado, ello no hubiera supuesto un motivo de orgullo para el sistema. Habría significado aceptar que los mecanismos mercantiles de adaptación automática, presentados como la suprema creación del capitalismo, no funcionan en modo alguno. Ya no se les podría atribuir la realización espontánea de la racionalidad económica, mediante la competencia entre innumerables unidades de negocio cada una de las cuales toma decisiones de acuerdo con sus intereses a partir de los “atributos de las cosas”.

 

Los avatares del beneficio

Toda forma de vida humana que eleve su productividad global más allá de la satisfacción básica de las necesidades que engendra, tiene la posibilidad de crear un excedente. En el sistema actual, el excedente, que refleja el fuerte ascenso de la productividad global propiciado por el impulso tecnológico, asume la forma concreta de beneficio, atribuido al propietario privado. La búsqueda del beneficio constituye el alfa y omega de la dinámica capitalista.

Ahora bien, hay que destacar que la propia producción de beneficio señala los límites del sistema, dando vida a las contradicciones que estallan en las crisis. La creación de riqueza tiene lugar a través de la concurrencia entre diversos polos de producción privada, enfrascados en la maximización de sus propias ganancias. La competencia acarrea innovación tecnológica, que reemplaza esfuerzo humano y, con ello, introduce la tendencia a una sobre-acumulación de “capital constante” en relación con la masa de valor añadido que es extirpada a los trabajadores. A la vez, la estratificación económico-social reproducida por el sistema, llega a dificultar una distribución apropiada de las capacidades masivas necesarias para acceder a la riqueza que se ha producido. Por estas razones, entre otras, las crisis capitalistas periódicas se manifiestan entonces como crisis de sobreproducción. Y no es un exceso de producción en relación con las necesidades de la población, puesto que suele coexistir con grandes espacios de pobreza. Es sobreproducción en relación con la posibilidad de los capitalistas de obtener las tasas de beneficio suficientes para seguir valorizando el capital acumulado.

Ya en los años 20, Henryk Grossman señaló que el proceso capitalista se despliega a través de ciclos que engloban una fase de calentamiento, el embalamiento de la misma hasta la explosión de la crisis de sobreproducción y un momento de “purga” que asienta las premisas del relanzamiento de otro ciclo expansivo. Esa fase destructiva comenzó operándose en los siglos xviii y xix por los medios mercantiles “normales” y “pacíficos” de las quiebras. Pero con la construcción del mercado mundial se alcanza un punto en que la guerra constituye el expediente más eficiente para la destrucción de la masa de capital que está de más, tanto “constante” (cosas) como “variable” (personas).

La Primera Guerra Mundial no fue inmediatamente seguida de un impulso expansivo. La reconstrucción topó con grandes dificultades, sobre todo en Europa, de modo que la crisis capitalista que había desembocado en la primera gran conflagración, se prolongó hasta la segunda. Se impuso entonces la revisión que se conoce con el nombre de “revolución keynesiana”: un intento de relanzar las tasas de beneficios mediante intervenciones estatales que habían sido condenadas como heréticas por la economía liberal.

Tras la reconstrucción que siguió a la última gran guerra, las recetas keynesianas y su concreción europea en las fórmulas del Estado del bienestar, se emplearon a fondo en la tentativa de evitar, o cuando menos amortiguar, el retorno de la crisis de sobreproducción. Estos expedientes consiguieron aplazar el estallido de las contradicciones orgánicas del sistema, pero al precio de crear otras nuevas. El resultado de esta experiencia a mediados de los años 70 era un déficit público pavoroso y el paso de una inflación reptante a una inflación galopante, sin que por ello se frenasen las tendencias al estancamiento y la reaparición del paro masivo.

El primer medio de relanzamiento de las tasas de beneficio ha sido el impulso de la revolución tecnológica que se extiende hasta nuestros días. Pero ello no se ha desarrollado sin contradicciones.

La introducción de la microelectrónica en los procesos económicos, a diferencia de cuanto ha ocurrido en el pasado, ha supuesto una amplia destrucción de puestos de trabajo en las zonas industrializadas de Occidente. Por primera vez en la historia del capitalismo moderno, a un nuevo estadio tecnológico no le ha correspondido una extensión de la base económica que permitiese, junto al crecimiento de la productividad del trabajo, un crecimiento cuantitativo de las fuerzas laboriosas.

Todo esto exigía la implantación de mecanismos de compensación. El primero de ellos forma parte de los recursos clásicos del capital: un incremento de la extorsión de valor del trabajo, tanto absoluta (precarización, alargamiento de la jornada, etc.), como relativa (nuevas formas de organización científica), al que se han sumado ataques al “salario indirecto”: apuntan al desmoronamiento de las instituciones de protección y aseguramiento social –la liquidación de pensiones que se creían un derecho adquirido para siempre–.

Se han desplegado otros importantes recursos. La revolución de los medios de telecomunicación y la simplificación del trabajo, consecuencia del avance de la automación, han posibilitado la transferencia de importantes segmentos productivos hacia áreas con un coste del trabajo extremadamente bajo y la utilización de mano de obra cada vez menos cualificada y menos costosa. A esto hay que añadir el impulso de gigantescas oleadas de inmigración hacia las zonas industrializadas. La finalidad de estos expedientes es una desvalorización del trabajo y la generalización de una estructura salarial flexible que permita a las empresas modular las remuneraciones según las más leves oscilaciones de la coyuntura. A la vez, avanza sin tregua, cualquiera que sea el signo político de los gobiernos, la privatización y mercantilización de los servicios.

El incremento del “capital constante” ha disparado una frenética “fiebre de fusiones”. Hasta el momento, el proceso de más intensa concentración técnica y centralización financiera capitalista tuvo lugar entre finales del xix y comienzos del xx. Supuso el advenimiento de la era de los monopolios, que conformaba definitivamente al capitalismo como sistema imperialista, mediante un reparto o “cartelización” del mercado por los grandes trusts. El inicio del siglo xxi parece estar alumbrando una nueva furia monopolizadora, equivalente o superior a la anterior. Un torbellino de fusiones, adquisiciones, opas, etc., sorprende por su gigantesca magnitud y se acompaña de “nuevos paradigmas”. Parece que hemos entrado en una nueva “edad dorada”, en la que ya no rigen las viejas reglas: por ejemplo, la de que todo lo que sube puede bajar.

Pero las contradicciones siguen su curso. Así, la presente reestructuración capitalista ha tenido consecuencias más amplias que las directamente concernientes a la esfera de la producción. La reducción de la mano de obra ha determinado una caída de la demanda global en muchos sectores y ha planteado problemas de mercado enormes a todos los grandes productores. Por ello, conforme muchos mercados nacionales se estrechan, cobra importancia creciente el mercado internacional, desencadenándose una lucha sin cuartel por acapararlo. El incremento incesante de la competitividad es el imperativo que orienta las opciones estratégicas de todos los grandes países industrializados. Pero ello significa mayor innovación tecnológica, con lo que una de las contradicciones que alimentan la caída de la tasa de beneficio tiende a replantearse a escala más vasta. Y como grandes masas de capital no encuentran la suficiente remuneración en los procesos productivos normales, buscan salida por la vía de la especulación financiera.

Desde finales de los 70, ha sido incesante la dilatación del mercado financiero: una esfera parasitaria, que no crea el más mínimo valor, sino que constituye una dinámica de expropiación de unos capitales por otros y que puede utilizar para sus fines todos los privilegios de la informática y la tecnología punta. La movilidad del capital alcanza con ellos la velocidad de la luz, destruyendo el espacio gracias a la reducción del tiempo. De esta destrucción del espacio nace un “ciberespacio” de abstracciones, una realidad virtual reemplazando la realidad de los seres humanos vivientes.

La monstruosa burbuja financiera inflada a lo largo de las últimas décadas es producida por la crisis de sobre-acumulación del capitalismo que busca como salida volar al éter del espacio bursátil planetario. Este huida hacia adelante –mejor, hacia arriba– crea las condiciones del “aprendiz de brujo”.